En mis primeros años de ministerio juvenil solía hacerme algunas preguntas demasiado simplistas respecto a mi trabajo. Por ejemplo: ¿Cómo puedo hacer que los jóvenes de mi iglesia estén contentos? O ¿Qué puedo hacer para que las reuniones estén mejores? No es que estas preguntas sean esencialmente malas, sino que denotaban que no tenía una cabal idea de cuál era mi función, y menos mostraban que los jóvenes ciertamente estaban en el centro o eje de mi filosofía de lo que estaba haciendo. Al pasar
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